#ElPerúQueQueremos

Recuerdos sevillanos

Publicado: 2014-02-26

Es noviembre de 1996 y una generosa beca del gobierno español ha llevado a catorce latinoamericanos, entre los que me encuentro yo, por distintos rincones de España a conocer sus archivos y apreciar cómo se administra, preserva y difunde el patrimonio documental de los españoles. Todos estamos entusiasmados porque la ciudad que ahora nos toca conocer es Sevilla (casi a tiro de piedra de Cádiz y sus celebrados vinos) y el Archivo General de Indias. Para un latinoamericano, que como historiador de profesión conoce muy bien la importancia de esta ciudad mediterránea en la historia de nuestro continente, el viaje significa poco menos que una peregrinación a La Meca. Solo Carlos, mi amigo hondureño y jefe del Archivo General de la Nación de su país, ha estado antes en esta maravillosa ciudad y alimenta nuestra ansiedad relatándonos durante el viaje detalles sobre cada uno de los rincones de la ciudad que él conoce como si hubiera nacido en ella. “Tienes que ir conmigo a la calle de Triana, Jorgito, a escuchar y ver bailar flamenco como nunca más lo verás en tu vida”, me azuza. Y tiene razón. Recorrer los locales de flamenco de esa famosa calle en nuestra primera noche sevillana fue una de las experiencias más extraordinarias que he tenido y tendré. Pero la verdadera revelación del flamenco no ocurrió aquella noche, sino en la siguiente.  

Había salido a caminar y tomar un poco de aire, maravillándome de cada lugar y persona que conocía en el casco antiguo de la ciudad donde, afortunadamente, quedaba nuestro hotel cuando, cerca de la famosa Torre del Oro encontré, al borde mismo del Guadalquivir, un pequeño local con muros de piedra donde tomarse unas cañas. Era el único cliente aquella noche de cielo despejado en que se podía contar, una por una, las estrellas del cielo. Sobre las tranquilas aguas del río, el reflejo de la Luna solo me devolvía la imagen de cientos de barcos que imaginaba navegando rumbo a los virreinatos americanos y que retornarían repletos de oro, plata y sufrimiento del Nuevo Mundo. Pensaba en los muchos libros que escribiría luego de visitar el Archivo de Indias, en los cursos que dictaría, en las ofertas laborales que me esperaban al regresar de mi periplo español cuando algo me sacó de mi ensimismamiento. Unos acordes de guitarra que nunca antes había escuchado y una voz que desgarraba el aire con cada verso que cantaba captaron toda mi atención.

El tendero debió darse cuenta de ello o tal vez solo era un admirador más de esos dos músicos que más parecían encantadores de serpientes por como capturaron toda nuestra atención y obligó al tendero a subir el volumen. ¿Quién toca?, le pregunté. “El Paco y Camarón”, me dijo y se sentó a escucharlos, mirando el aparato como si fuera la primera vez que los escuchara. Y ocurrió entonces.

Escuchando a ese guitarrista y al cantaor me descubrí como lo que era, un latinoamericano pobre y lleno de sueños en la ciudad más bella del mundo, sin un cobre en el bolsillo para pedirme otra caña y seguir disfrutando de esa música. Me acordé con remordimiento de mi mujer y mi hijo, con apenas dos meses de nacido que dejé para no desaprovechar la gran oportunidad que tenía de conocer España. Recordé a mi padre y sus eternos problemas económicos que lo agobiaban siempre; de mis hermanos, que entonces y todavía creen en mí; de mi madre, que siempre supo que llegaría a conocer la Madre Patria como le gustaba decir a ella. Y descubrí que, a pesar de todas las ausencias y carencias de ese viaje, de la profunda soledad en esa noche estrellada en el mediterráneo, era el hombre más afortunado del mundo por estar en Sevilla y escuchar a dos músicos paridos por la tierra misma. Y me descubrí llorando como solo se llora cuando se es feliz plenamente y no hay con quien compartir tanta felicidad. Fue la noche que descubrí, sobre todo, a Paco de Lucía, que con una guitarra es capaz de arrancarle a uno los recuerdos mejor guardados en el alma y unas lágrimas de dicha. Limpiándome las mejillas le alcance un billete al hombre que él rechazó diciéndome “Yo invito”, mientras me alcanzaba otra caña y se sentaba a contarme la vida y milagros de ‘El Paco’ y ‘Camarón de la Isla’ y cómo terminaron peleados. Esa noche salí borrachísimo del chinguirito y hasta hoy me pregunto cómo es que llegué al hotel. Solo recuerdo que me prometí a mí mismo, apenas llegara a Lima, no olvidar a los músicos de los que tanto me habló esa noche un sevillano loco, gitano y amabilísimo para mayor seña. Esta noche en mi casa me tomaré unas cervezas en nombre de uno de ellos, sabiendo de antemano que volverá otra vez a arrancarme lágrimas, pero esta vez de tristeza, de profunda pena. ¿Verdad, Paco?

Descansa en paz.


Escrito por

Jorge Moreno Matos

Periodista por accidente. Historiador frustrado. Padre orgulloso. Rabiosamente ateo.


Publicado en