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Miguel Maticorena Estrada (1926-2014)

Publicado: 2014-04-10

El obituario es uno de los géneros periodísticos más sencillos que existen y, a la vez, el de más difícil elaboración. En el primer caso, basta tener una buena y actualizada enciclopedia a la mano para escribir el encargo en un tris y tras y cumplir con el obligado elogio del difunto, con lo que quedan contentos todos: los lectores, el editor y el muerto.  

Pero cuando el que fallece es un personaje descollante, un mortal de esos poco común que al recordarlo cuando caminaba entre simples mortales como nosotros uno siente que se ha codeado con la historia misma, entonces la historia es otra. De los primeros he escrito decenas cuando trabajaba en el centro de documentación de un diario muy importante (hoy venido a menos hipotecado como está ahora a políticos de dudosa honorabilidad). De los segundos, en cambio, solo he garabateado unos cuantos que dediqué a un amigo asesinado a mansalva por unos facinerosos y a los historiadores que partieron y que conocí y leí en los mejores años de mi vida y que aún hoy en día sigo frecuentando y leyendo.

Hoy me toca escribir el obituario del historiador Miguel Maticorena Estrada (Piura, 5 de julio de 1926-Lima, 28 de marzo de 2014), que falleció hace un par de semanas a la edad de 88 años. Él, como saben, fue mi maestro, mi amigo y mi mentor, así que no estoy muy seguro de saber si lo que escribo es finalmente un obituario o la ceremonia del adiós a la que ninguno de los dos tuvo tiempo de acudir. Su muerte causó una conmoción tremenda en todos los que lo conocíamos y frecuentábamos su casita de Asisclo Villarán, en un segundo piso en la parte más fea del centro de Lima, atiborrada de libros hasta el último rincón (incluido el baño) y en donde no era difícil sentir una ráfaga de sabiduría de las muchas que soplaban desde cualquier esquina de ella.

El año pasado, cuando sufrió el accidente que lo postró en una cama y finalmente acabó con él, sus alumnos y amigos tuvieron que mover cielo y tierra y tocar las puertas de todos los medios de comunicación posibles para que las autoridades del hospital se conmovieran y no lo dejaran languidecer en la camilla de un pasadizo de la sala de urgencias. Fueron momentos dramáticos para él y para quienes lo queríamos y que sirvió para separar la paja del trigo, distinguir a quienes sentían verdadero cariño y agradecimiento por él de los que solo se sirvieron y utilizaron su amistad para pedirle un postrero favor, una carta de recomendación o un último libro prestado.

Luego de meses de penosa enfermedad, asistido únicamente por una sobrina que hasta el último instante lo acompañó como acompaña una devota hija a un padre enfermo y desvalido, Maticorena murió ante la indiferencia de un Estado y una sociedad que nunca valoraron, nunca entendieron del todo lo que él representaba. Aunque en vida recibió los más altos honores que otorgan las dos universidades más importantes y prestigiosas que tenemos, la de San Marcos (su alma máter) y Católica del Perú, e integró las instituciones más distinguidas de la cultura, como la Academia Nacional de la Historia, Maticorena abandonó este mundo como vino y vivió en él: pobre de solemnidad. Y es que fue un hombre que nunca ambicionó ni atesoró nada que no fueran libros y amigos (Macera, en la Introducción a sus “Trabajos de Historia”, dice de él que “es amigo de los que entre sí son enemigos”, que en buen cristiano significa que no cultivó enemistades y que todo el mundo lo quería); un ser humano incapaz de cobijar rencor u odio contra alguien o algo o de sentir envidia alguna por nada personal, mucho menos material; y cuya mayor muestra de severidad o enojo (que probé innumerables veces) consistía en quitarte el habla un par de días hasta que él mismo te buscaba o llamaba por teléfono para reanudar la amistad, el diálogo y las lecturas de siempre como si nada hubiera pasado o tú nada hubieras hecho. Su erudición era tan famosa como su desorden y su generosidad tan prodigiosa como su incorregible impuntualidad (esta última, era tan memorable como su enciclopédica cultura y ambas dieron pie a centenares de anécdotas que todos los que lo conocimos recordamos ahora con nostalgia y muertos de risa). ¿Qué más se puede decir de un hombre del que ya se ha dicho todo? Pues solo eso, que fue un hombre bueno, cordial y sencillo. Cualidades poco usuales en un mundo, y un medio, donde las pasiones afloran con mucha facilidad y los egos nublan las más preclaras inteligencias.

Me gustaría ser el historiador que él esperaba en que yo me convirtiera para poder referirme aquí a su obra del modo detallado y sustancial que esta se merece, pero dejo a personas más calificadas tan ardua tarea. No quisiera sin embargo dejar de anotar que aunque fue un reconocido especialista de los cronistas indianos, destacándose como uno de los mayores conocedores de Cieza de León y Garcilaso; un conspicuo fatigador de repositorios documentales (en el Archivo General de Indias, de Sevilla, aún hoy su leyenda es asaz conocida); y autor del concepto de ‘Cuerpo de Nación’ en el siglo XVIII, sin el cual es imposible entender el pensamiento político colonial en tránsito a las nuevas repúblicas; y, con toda seguridad, el que más sabía de la historia de la Universidad de San Marcos (que lo llevó a sostener polémicas eruditas sobre la primacía de la cuatricentenaria como Decana de América), Maticorena fue ante todo un Maestro. Un profesor que utilizó la cátedra, el artículo periodístico o la tertulia para ejercer su magisterio de un modo como solo en él he visto hacerlo: caótico, profundo, doctísimo. El último de nuestros grandes humanistas en el que ni una sola palabra proferida por él salía sobrando. ¿Críticos? Por supuesto que tuvo, y muchos. Pero hasta estos terminaron claudicando ante la evidencia de una grandeza y sabiduría que no admiten dudas.

Antes de fallecer pudo ver recién salida de la imprenta la última de sus publicaciones, “462 Aniversario de la Fundación de la Universidad de San Marcos de Lima”, que es una reedición de un folleto que publicó años atrás sobre la antigüedad de nuestra universidad y que el apuro de sus discípulos en homenajear al Maestro, ya muy enfermo, no evitó que se deslicen algunos errores que a él no se le hubieran escapado escrupuloso como era con todo lo que se publicaba, propio o ajeno.

Cuando uno piensa en el poderoso influjo que San Marcos ejerce sobre los jóvenes, y cuando estos dejan de serlo, en el recuerdo de este influjo en el otoño de sus vidas, siempre nos asalta la pregunta persistente, sin aparente respuesta, de por qué San Marcos es tan importante para muchos de nosotros.

He tenido que asistir al funeral de Miguel Maticorena, e intentar ahora escribir su obituario, para poder entender de una vez por todas y para siempre la única respuesta posible: San Marcos nos importa en demasía porque en esencia ella es los profesores que tuvimos cuando pasamos por sus aulas y que nos cambiaron la vida sin posibilidad de vuelta alguna. Maribel Arrelucea, historiadora y una de las muchas y muchos discípulos que lloramos su muerte, resumió mejor que nadie lo que la muerte de este hombre ha significado para todos nosotros: “Tú fuiste San Marcos para mí”.

Para todos.


Escrito por

Jorge Moreno Matos

Periodista por accidente. Historiador frustrado. Padre orgulloso. Rabiosamente ateo.


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