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¿Once mil mulas u once mil llamas?

Publicado: 2014-04-20

Mi amigo, el historiador Jesús Cosamalón, me comentaba hace poco en Facebook que siempre cita en sus clases el discurso de Gabriel García Márquez, “La soledad de América Latina”, al recibir el Premio Nobel de Literatura como el “ejemplo de un intelectual que escribe desde América Latina, una voz que interpela al mundo desde este rincón a veces menospreciado del planeta”. Y no le falta razón. Este tal vez sea no solo el más hermoso discurso de todos los que haya escuchado la Academia sueca en los más de cien años de historia que tiene ese premio, sino además la mejor síntesis literaria e histórica de nuestro continente. Y que pese a su enorme belleza, no está exento de errores (y no precisamente ficticio).  

No quiero parecer igual de maletero que Fernando Vallejo, pero el maestro García Márquez incurre en un error (en aras del aliento poético de su texto, supongo) cuando en el mismo se refiere al rescate de Atahualpa: “Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino”. ¿Once mil mulas? ¿No habrán sido once mil llamas?

Como saben, la mula, o el mulo, es el hibrido del asno y la yegua (como el burdégano lo es de un caballo y una burra, menos usuales), y ambas especies son, la mayoría de veces, estériles. Un dato nada baladí para la anécdota que señala GGM. Para cuando Atahualpa es apresado, y luego traicionado y ejecutado por sus captores en Cajamarca, el uso de las mulas para transporte no estaba tan extendido en la región andina. Si bien es cierto que el caballo, según los estudios más serios, tiene su origen en Norteamérica hace 50 millones de años, desde donde se extendió al resto del continente y de ahí hacia Eurasia y África, se extinguió en América hace diez mil años por razones en las que aún no ponen de acuerdo los estudiosos y fueron reintroducidos por los conquistadores españoles en el siglo XVI. Así, para el año de la muerte de Atahualpa, 1533, resulta casi imposible que hubiera ‘once mil mulas’ en el Cusco que transportaran el oro y plata del rescate.

Más aún, la sustitución de la llama por la mula para el transporte de mercadería es mucho más tardía. En 1545 el descubrimiento de las minas de plata de Potosí demanda un mercado de mercancías tan grande que el sistema de transporte y arrieraje con mulas (más fuertes que las llamas, que en promedio transportan entre 35 y 40 kilos frente a los casi cien que podían cargar las mulas) empieza a tomar un auge e importancia inusitados en el sur andino. Para fines del siglo XVI y principios del XVII, el sistema de arrieraje con mulas ya está extendido por toda el área andina y en manos, como señala Luis Miguel Glave, de mestizos. Otro dato que tampoco resulta menos importante. Túpac Amaru es, como sabemos un importante arriero y casi todos sus familiares, líderes de la rebelión, están inmersos en el negocio. Durante el juicio a los jefes de la rebelión, cuatro de los seis arrieros juzgados resultan familiares del cacique de Tungasuca. Juan José Vega conjeturaba que la actividad de arrieraje (el poder desplazarse de un lado a otro sin despertar las sospechas de las autoridades) de los rebeldes fue fundamental para la organización y desarrollo de la gran rebelión.

Por cierto, no quiero dejar pasar otra observación nimia respecto a lo que menciona GGM: él dice que las mulas transportaban ‘cien libras’ de oro cada una. Una simple conversión de libras a kilos convierte esas cien libras en 45 kilos, el promedio de carga de una llama (los ‘carneros de la tierra’, como las llaman los cronistas indianos).

El arrieraje fue una actividad económica tan importante y lucrativa que no es de extrañar que constituya uno de los capítulos más fascinantes de la historia de América del que se han ocupado los historiadores en diversas ocasiones y que, en esencia, es la historia del transporte colonial y de la transformación de la sociedad y economía andina tras la irrupción de Occidente. El clásico estudio de Luis Miguel Glave, “Trajinantes, caminos indígenas en el Perú colonial” (Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1989), o el de Jesús Contreras sobre “Los arrieros de Carmen Alto: notas sobre la articulación económica de Ayacucho” (Barcelona: Boletín Americanista, 1987), son dos de los ejemplos que se me vienen ahora mismo a la memoria. Jaime Urrutia, en el reciente libro que acaba de publicar y que reúne sus estudios sobre Huamanga, “Aquí nada ha pasado. Huamanga, siglo XVI-XX (Lima: IEP, 2014), también le dedica un capítulo a la relación de los arrieros huamanguinos con los comerciantes de Lima y de otras regiones, lo que destaca la importancia de esta actividad. Hay, también, un excelente trabajo de Viviana Conti y Gabriela Sica (aparecido en “Nuevo Mundo Mundos Nuevos”) sobre el sistema de arrieraje en el noroeste argentino que merece una lectura atenta.

En conclusión, la mula, completamente desconocido por los incas, fue introducida en el área andina por los conquistadores españoles como una manera de potenciar el sistema de transporte para sus actividades productivas y comerciales una vez que empezó asentarse el sistema económico colonial. Debieron ser llamas y no mulas esos once mil animales que transportaban el oro del rescate y que nunca llegaron a su destino, para desgracia de Atahualpa.


Escrito por

Jorge Moreno Matos

Periodista por accidente. Historiador frustrado. Padre orgulloso. Rabiosamente ateo.


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